Entregados a semejantes maquinaciones cual aves carroñeras, nuestros acusadores han aprovechado la ocasión para atribuir la «responsabilidad moral» de los atentados a la lucha contra la islamofobia; todo porque la deriva islamófoba de esta publicación había sido denunciada en un contexto social y político de trato aparte de los musulmanes, favorable a todo género de violencia. Entre ellos, por supuesto, hay islamófobos redomados. Quieren así, de algún modo, eludir sus propias responsabilidades, pero sobre todo pretenden atraer la represión del Estado sobre nuestras luchas comunes y respectivas, es decir, silenciarlas en nombre de una «libertad de expresión» selectiva, totalmente subordinada a sus privilegios. Ya se pudo constatar durante el verano de 2014, con la represión de las manifestaciones pro-palestinas, anteriormente con la prohibición de los espectáculos de Dieudonné y, en este preciso momento, con el juicio de Saïd Bouamama y Saïdou Zep a propósito de la obra y la canción tituladas «Que te den por culo, Francia». No resulta sorprendente, por tanto, que, al amparo de las circunstancias, la consigna de la defensa de la «libertad de expresión» sirva en la actualidad para imponer un pensamiento único en beneficio del orden social al que da sostén, radicalizando el arsenal de violencia simbólica y de represión en contra de sus opositores. Al tratar de aislar el antirracismo político, contribuyen así a disuadir a los indígenas de comprometerse en el camino de su propia liberación y a cortar de raíz las alianzas políticas que podrían facilitar la aparición de una mayoría decolonial.
De manera más general, si estos últimos años el sistema racista e imperialista se había visto sacudido, ahora estos acontecimientos y los malos y buenos sentimientos suscitados por ellos se han explotado con el fin de restaurarlo plenamente y recuperar el terreno perdido. A los intentos revolucionarios en el mundo árabe, a las mutaciones geopolíticas que están presenciando cómo China se convierte en la primera potencia económica del mundo, a los atolladeros militares de las potencias occidentales en Iraq, en Afganistán y en África, al debilitamiento general del imperialismo, al respaldo indígena que ha recibido la causa palestina en el mundo occidental durante la última intervención militar en Gaza, a los avances de nuestras propias luchas en Francia, a través del apoyo a la causa palestina y el desarrollo de un antirracismo político que ha situado a la islamofobia en el centro del debate público, a todo ello el sistema responde con la ecuación que más le conviene, su «guerra contra el terrorismo»: un «terrorismo» del que los musulmanes son el primer objetivo y que el propio imperialismo ha engendrado, en particular por sus intervenciones militares, que encuentran en él una nueva coartada. En este sentido, organizaciones como Al Qaeda y Daesh [ISIS] son una reacción al imperialismo y a los regímenes poscoloniales árabes que han favorecido su desarrollo. Forman un frente común, en detrimento de las luchas estructurales y de las poblaciones atrapadas entre la espada y la pared. Por otra parte, la «guerra contra el terrorismo» esgrime conceptos lo bastante vagos como para hacer reinar la confusión y abrir nuevos frentes a voluntad. Y por último, no olvidemos que la guerra es un laboratorio de ingeniería social. En este sentido, si la unidad nacional sirve para algo, es ante todo para consolidar el consenso blanco y hacer recular nuestras luchas, abriendo así un nuevo capítulo en la opresión que padece «la población de tercera» en Francia [3], así como el tercer mundo.
Es una nueva etapa en la contrarrevolución colonial, de consecuencias nacionales y globales. Ante sus fines políticos, las organizaciones indígenas, antirracistas y políticas que no se alinean, entre las que se encuentra evidentemente el PIR, son una piedra en el zapato. La «marcha» del 11 de enero, convocada por el Estado francés y tomada por los más siniestros representantes del orden mundial, en el origen de todas las barbaries, no tenía otro fin que el de sellar el pacto de esta restauración, en torno al presunto combate de la «libertad» contra el «oscurantismo», entre la unidad nacional-republicana y la población sometida a un bombardeo emocional, vacío de toda reflexividad. La emoción como forma de gobierno paraliza cualquier análisis político de las causas sociales y geopolíticas de los acontecimientos, imponiendo su propia verdad absoluta y los principios sacrosantos de la República. Se trata, así pues, de consolidar, sobre todo, los mitos idóneos para reproducir el orden en vigor, tales como la libertad. Sin embargo, es su negación más completa, en primer lugar para aquellos que lo padecen. Se quiere hacer del Islam el meollo del problema, cuando los ataques que acaban de producirse son la expresión mimética de una violencia estructural en vías de radicalización, lo que ha de constituir el caldo de cultivo de trayectorias similares.
En este sentido, las condenas por «apología del terrorismo», un concepto tan vago como peligroso, y la violencia simbólica y represiva que se inmiscuye hasta en las escuelas han de generar las peores consecuencias. En efecto, apenas unos días después del atentado, numerosas personas han sido acusadas de apología del terrorismo por haber publicado comentarios dudosos en las redes sociales. Se exponen a la cárcel, el entorno más propicio, precisamente, para vocaciones funestas como las de Mohammed Merah, los hermanos Kouachi y Amedy Coulibaly. Sus trayectorias hunden sus raíces en un contexto de desclasamiento social y de racismo estructural, en el que ellos encarnan el efecto bumerán de la violencia de los «colonizados», tal y como lo planteaban Fanon y Sartre [4]. Es del todo evidente que tales medidas, tan inútiles como abusivas, refuerzan la sensación de injusticia, en tanto se toman en la más completa negación política de los problemas de fondo. ¿No ha declarado acaso François Hollande con medias palabras que la condición para respetar a los musulmanes era que ellos respetaran a la República? [5]
De la misma manera, a algunos maestros les ha contrariado que alumnos indígenas se hayan negado a respetar el minuto de silencio impuesto por el gobierno el día siguiente al ataque a Charlie Hebdo. Esta «desconfianza» nace de las mismas causas y no se verá resuelta con vagos llamamientos al humanismo o, peor aún, por la intensificación del control ideológico y social, con sus efectos discriminatorios. Querer asignar a la escuela una «misión civilizadora» y de «mantenimiento del orden» no sólo es inaceptable, sino que es algo abocado al fracaso. Y sin embargo, los ataques han dado lugar a una ola de violencia simbólica y represiva sin precedentes que ha resultado incluso en denuncias ante la policía y la fiscalía, a miles de leguas de cualquier ética pedagógica.
Si la ofensiva ideológica y represiva en curso revela, por un lado, cuanto puede tener de implacable la unificación del poder blanco, sobre todo cuando se siente amenazado, así como sus ramificaciones políticas, es también motivo, por otro, para una consolidación de resistencias, de contramovimientos y alianzas, ante todo porque las circunstancias lo imponen. De ello hemos visto numerosos signos, en particular entre los indígenas y en la ira y dignidad indígena. Al mismo tiempo, las sirenas de la unidad nacional y la multiplicación de las recriminaciones pueden desorientar, intimidar y dispersar. En este sentido, aunque haya movilizado sobre todo a los blancos, la «marcha» del 11 de enero ha alineado también a un sector de los indígenas, en especial musulmanes, bajo el efecto de los reproches o simplemente porque pretendían manifestar su humanidad en común -lo que resulta comprensible- y su pertenencia a la comunidad nacional, por convicción integracionista o por no dar armas al adversario; salvo que la unidad nacional sirve para excluirlos y someterlos, estando de una manera u otra dirigida en su contra. Su primera consecuencia será el fortalecimiento de la inferioridad estatutaria y de la gestión colonial del Islam en Francia. En el sistema racista, la pertenencia nacional y la simple idea de estar «juntos», las asignaciones identitarias, la «diversidad», el humanismo y la ciudadanía son tan ilusorios como engañosos. Son trampas que no pueden superarse más que por la transformación concreta de las relaciones sociales y la construcción de otra mayoría, en la que hay que ver con perspectiva las identidades colectivas.
Desde este punto de vista, los acontecimientos actuales dan pie a numerosos cuestionamientos. Nos obligan más que nunca, a nosotros, los indígenas, a organizarnos políticamente, en cuanto que somos el primer objetivo. En ausencia de una vía política decolonial que unifique a los «colonizados» del interior, continuaremos abocados a un punto muerto y expuestos a todos los abusos. Este hecho propicia justamente los vaivenes funestos y trágicos dentro de una violencia sin salida que se alimenta de la desesperación y el vacío político, en la cual los judíos se convierten también en blanco de la violencia indiscriminada, de resultas de la perversa asimilación entre antisemitismo y antisionismo, judaísmo y sionismo, deseada por este último y por el colonialismo francés. Haciendo creer perversamente que los judíos en Francia no están en su casa, los sionistas no hacen más que promover su política de colonización, cuyo resultado -¡ya los sabemos!- sera su derrota total. Musulmanes y judíos, tan legítimos unos como otros en Francia, se ven así atrapados en la tela de araña de los designios sionistas e imperialistas que los jerarquizan y los enfrentan. [6]
La espiral diabólica que comporta la estrategia del «choque de civilizaciones» -y su correlato: la unidad nacional- concierne también a los blancos, algunos de los cuales se niegan a plegarse a ella. No obstante, la estrategia de la confrontación ha de situarse en el plano del orden colonial y de la dominación racial, es decir, entre las relaciones sociales de lucha ocultas bajo los lenguajes universalistas y los espejismos de unidad. Es en el marco de estas relaciones sociales donde cobra sentido, y no como una simple «distracción» ante unos desafíos que serían más fundamentales. Sólo puede combatirse mediante el desarrollo de las luchas decoloniales. Desde esta perspectiva, nuestra lucha de liberación indígena es también la condición para que se emancipen los blancos, especialmente los que más tienen que perder en el sistema que esta espiral perpetúa y los efectos que produce. En contra de los embustes de la unidad nacional, es posible construir una mayoría decolonial de ruptura con el sistema racista, imperialista y capitalista, con sus mitos ciudadanos y con sus asignaciones identitarias impuestas, generando un proyecto que permita la emancipación de todos.
Precisamente porque asumimos plenamente nuestra responsabilidad, el PIR mantiene su compromiso de continuar la lucha indígena y de contribuir a la construcción de una alternativa política decolonial, más imperativa que nunca de cara al temporal que nos amenaza, en particular, y a la espiral generalizada de horror a la que los aventureros de la unidad nacional no tienen reparo alguno en conducirnos.
PIR
Traducido del francés por Antonio Giménez.
Notas
[1] Una reacción común: Más que nunca, hay que luchar contra la islamofobia. Una reacción en Mediapart: http://blogs.mediapart.fr/edition/les-invites-de-mediapart/article/150115/oui-le-7-janvier-des-causes-sociologiques-et-politiques
[2] http://atterres.org/article/communiqué-des-ea-à-propos-de-la-tribune-du-monde-parue-le-15-janvier
[3] Véase a este respecto el texto de Sadri Khiari: El pueblo y la población de tercera.
[4] http://classiques.uqac.ca/classiques/fanon_franz/damnes_de_la_terre/damnes_de_la_terre.html
[5] «Quiero que los musulmanes en Francia se sientan unidos, protegidos y respetados como ellos mismos deben respetar la República.»
[6] Véase a este respecto: Respuesta a Philippe Corcuff relativa al comunicado de los Indígenas de la República acerca del asesinato de Halimi. Y también: Judíos y musulmanes en Francia, historia de una relación.