«¡Fusilad a Sartre!»
El filósofo francés toma posición a favor de la independencia de Argelia. Se convierte en objeto de la ira de miles de excombatientes en los Campos Elíseos el 3 de octubre de 1960. Sartre no es Camus. La primera revuelta de Sartre, confiesa, fue descubrir a los catorce años que las colonias eran «dominio efectivo del Estado» y «una actividad absolutamente indigna». Y añade: «La libertad que me constituía como hombre, constituía al colonialismo como abyeccióni». En materia de colonialismo y de racismo, fiel a su conciencia de adolescente, casi nunca se equivocará. Nos lo encontraremos movilizándose contra el «cáncer» del apartheid y contra el régimen segregacionista de los estados Unidos, apoyando la Revolución cubana y el Viet Minh. Incluso se declarará portador de maletas del FLN*. No, en definitiva, no es aquel Camus contra el que el poeta argelino Kateb Yacine pronunciará una acusación implacable.
«Abatir a un europeo es acabar con dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedando un hombre muerto y un hombre libreii». Sartre nunca pretendió ser pacifista. Lo demostraría una vez más en 1972 durante los Juegos Olímpicos de Múnich. En consonancia con sus compromisos políticos en Argelia, afirmaría que si bien el terrorismo es «un arma terrible» los oprimidos no tienen otras. Para él, el atentado del Septiembre Negro que costó la vida de once miembros del equipo israelí está «perfectamente logrado», teniendo en cuenta que la cuestión palestina había sido expuesta frente a millones de telespectadores en todo el mundo, «más trágicamente de lo que jamás ha sido en la ONU, donde los palestinos no están representadosiii».
La sangre de Sartre chorreó. Yo no tengo ningún problema en imaginar su desgarro cuando toma posición a favor del Septiembre Negro. Se mutiló a sí mismo el alma. Pero no tuvo lugar un golpe mortal. Sartre sobrevivió. Porque el hombre del prefacio de Los condenados de la tierra no ha terminado su obra: matar al blanco. Sartre no es Camus, pero tampoco es Genet. Porque más allá de su empatía por los colonizados y su legítima violencia, para él, nada va a destronar la legitimidad de la existencia de Israel.
En 1948 toma posición por la creación del Estado hebreo y defiende la paz sionista, por «un Estado independiente, libre y pacífico». Al igual que Simon de Beauvoir, se muestra favorable hacia la inmigración judía a Palestinaiv. «Hay que dar armas a los hebreos: ésa es la tarea inmediata de las Naciones unidas», proclama. Nosotros no podemos ignorar la causa hebrea, a menos que aceptemos que se nos trate, a nosotros también, de asesinosv. Y continúa: «No hay ningún problema judío. Es un problema internacional. Yo considero que el deber de los arios es ayudar a los judíosvi. El problema concierne a toda la humanidad. Así es, es un problema humano». En 1949 afirmará: «Debemos acoger con satisfacción que un Estado israelí autónomo venga a legitimar las esperanzas y luchas de los judíos del mundo entero. […] la formación del Estado palestinovii debe ser considerada como uno de los acontecimientos más importantes de nuestra época, uno de los pocos que permiten hoy mantener la esperanzaviii».
¿La esperanza de quién?
El que proclama: «Es el antisemita el que hace al judío», aquí está continuando el proyecto antisemita en su forma sionista y participa en la construcción de la mayor prisión para los judíos. Apresurado por enterrar Auschwitz y por salvar el alma del hombre blanco, termina cavando la tumba del judío. Palestina estaba allí por casualidad. Le rompe la cara. La buena conciencia blanca de Sartre… La misma que le impide terminar su obra: liquidar al blanco. Para exterminar al blanco que lo tortura, Sartre habría tenido que escribir: «Abatir a un israelí es acabar con dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedando un hombre muerto y un hombre libre». Determinarse a la derrota o a la muerte del opresor, aunque sea judío. Es el paso que Sartre no conseguirá cruzar. Y de ahí su fracaso. El blanco resiste. ¿No es acaso el filosemitismo el último refugio del humanismo blanco?
En su editorial en Tiempos modernos dedicado al «conflicto» palestino-israelíix, unos días antes de la guerra de 1967, Sartre persiste y firma. Su fidelidad con el proyecto sionista, aunque contrariado por los excesos de Israel, permanece intacta. Josie Fanon, viuda de Frantz Fanon le reprochará asociarse con los «clamores histéricos» de la izquierda francesa y pedirá a François Maspero suprimir el prefacio de Sartre a Los condenados de la tierra en posteriores ediciones. «No hay nada en común entre nosotros y Sartre, entre Sartre y Fanon. Sartre, que soñaba en 1961 con unirse a los que hacen la historia del hombre, se pasó al otro campo. El campo de los asesinos. El campo de los que matan en Vietnam, en Oriente Medio, en África, en América Latinax». No, Sartre no es Genet. Y Josie Fanon lo sabía.
En 1975, ¿acaso no lo encontrarán protestando junto a Mitterrand, Mendès France y Malraux –admirable compañía– en contra de la resolución de la ONU que equiparaba con razón al sionismo con el racismoxi?
¡Árabes bastardos! Su obstinación en negar la existencia de Israel retrasa «la evolución de Oriente Medio hacia el socialismo»…y aleja la perspectiva de una paz que aliviaría la nostalgia sartreana y su infeliz conciencia. En 1976 sus deseos se verán cumplidos. El presidente egipcio Sadate rezará frente al memorial por los mártires del holocausto nazi. El mismo año, se le concede el título de doctor honoris causa por la Universidad de Jerusalén en la embajada de Israel. Sartre morirá anticolonialista y sionista. Morirá blanco. Sin embargo, esta no va a ser la última de sus paradojas.
Por ello, él es una alegoría de la izquierda francesa de posguerra.
Sartre no forma parte de la ola de los «nuevos filósofos» y no puede hacerse responsable decentemente del advenimiento de la socialdemocracia y su misión fundamental: enterrar el socialismo para salvar al capitalismo. Si la izquierda actual es el reflejo de sus compromisos, no podemos más que felicitarnos por ello. No obstante, tenemos motivos suficientes para pensar que su blanquitud ha dibujado su inflexión.
Sartre no pudo ser radicalmente traidor de su raza. Simplemente no podía ser Genet… quien acogió con satisfacción la debacle francesa en 1940 contra los alemanes y de igual manera, más tarde en Saigon y en Argelia. O la paliza de Dien Bien Phu. Porque vean ahora, la Francia ocupada era también una Francia colonial, ¿no es así? La Francia de la resistencia, ¿no fue también la que difundiría el terror en Sétif y Guelma un cierto 8 de mayo de 1945, y a continuación en Magadascar y más tarde en Camerún? «Y en cuanto a la debacle del ejército francés, también fue la del Estado Mayor que condenó a Dreyfus, ¿verdad?». Porque, sin lugar a duda, hay conflicto de clase, pero también hay conflicto de raza.
Lo que me gusta de Genet es que a él se la suda Hitler. Y paradójicamente, él logra, a mis ojos, ser el amigo radical de las dos principales víctimas históricas del orden blanco: los judíos y los colonizados. No hay ninguna muestra de filantropía en él. Ni a favor de los judíos, ni de los Black Panthers ni de los palestinos. Pero sí una cólera sorda contra las injusticias perpetradas por su propia raza. ¿Acaso no recibió la supresión de la pena de muerte en Francia con cínica indiferencia mientras que el decoro ordenaba a una devota emoción y celebraba este nuevo paso hacia la civilización? La posición de Genet se desliza como un hacha sobre la cabeza del hombre blanco: «En la medida en que Francia no lleve a cabo esa política denominada Norte-Sur, o en que no se preocupe por los trabajadores inmigrantes o las ex-colonias, la política francesa no me interesará en absolutoxii». Porque, «hacer una democracia en el país que anteriormente se hacía llamar metrópoli, es, en última instancia, seguir siendo una democracia contra los países árabes o negros». Hay algo así como una estética en esta indiferencia hacia Hitler. Es visión. ¿Habría que ser un poeta para lograrlo de tal manera? El compulsivo afán de los principales partidos políticos por convertir al dirigente nazi en un accidente de la historia europea y de reducir Vichy y toda forma de colaboración en un mero paréntesis, no pudo engañar al «ángel de Reimsxiii». Ya dije: «indiferencia». No empatía, tampoco colusión. ¿Podía él injuriar a Hitler y excusar a la Francia que se había mostrado «tan dura en Indochina, en Argelia y en Madagascar»? «Estimulante» es la manera como describió sus sentimientos ante la derrota francesa frente a Hitler. ¿Podríamos celebrar alegremente el fin del nazismo, mientras que aceptamos su origen colonial y la continuación del proyecto imperialista bajo otras formas? ¿Podríamos impunemente aislar la gesta nazi del resto de historias de crímenes y genocidios occidentales? ¿Tenemos el derecho moral de descargar los barcos franceses, ingleses y estadounidenses para cargar el barco alemán? Las palabras de Césaire salen a la superficie: «El nazismo es una forma de colonización del hombre blanco por el hombre blanco, una violenta reacción para los europeos colonizadores: una civilización que justifica la colonización […] llama a su Hitler, quiero decir, su castigo». En efecto, Hitler, escribe Césaire, «aplicó en Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo concernían a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África».
Lo que también me gusta de Genet es que no tiene ninguna condescendencia con respecto a nosotros. Pero él sabe cómo discernir la propuesta invisible hecha a los blancos por los militantes radicales de la causa negra, de la causa palestina, de la causa del Tercer Mundo. Él sabe que cualquier indígena que se dirige contra el hombre blanco le ofrece en el mismo movimiento la oportunidad de salvarse a sí mismo. Se da cuenta de que detrás de la resistencia radical de Malcolm X se encuentra su propia salvación. Genet lo sabe y cada vez que un indígena le ofreció esa oportunidad, la aprovechó. Es por ello, que más allá de la muerte, Malcolm X ama a Genet. Entre estos dos hombres la palabra «paz» se llena de significado. Cobra sentido, pues es irrigada por el amor revolucionario.
Aunque Malcolm X no puede amar a Genet sin antes amar a los suyos. Este es su legado a todos los no-blancos del mundo. Gracias a él, yo soy una heredera.
En primer lugar, hay que amarnos…
¿Por qué escribo este libro? Sin duda para hacerme perdonar por mis primeras vilezas de esta perra condición indígena. Esa vez en que, cuando era colegiala, iba de camino a un viaje de estudios a Nueva York y le pedí a mis padres, que me acompañaban al aeropuerto, que permanecieran ocultos de la mirada de mis profesores y compañeros de clase porque «los otros padres no acompañan a sus hijos». Mentira de poca monta. Me avergonzaba de ellos. Eran demasiado pobres y demasiado inmigrantes con sus cabezas de árabes, mientras que ellos estaban orgullosos de verme salir volando al país del Tío Sam. No protestaron. Se escondieron y yo ingenuamente pensaba que se habían tragado todo. Hoy soy consciente de que ellos me acompañaron en una mentira. Me apoyaron sin rechistar para permitirme que llegara más lejos que ellos. Por otro lado, sentir vergüenza propia, entre nosotros mismos, es como una segunda piel. «Los árabes son la última raza después de los sapos» decía mi padre. Una frase que él probablemente había escuchado en la construcción y que hizo suya en su convicción de colonizado. En el aeropuerto, no se retractó. Más tarde, acabó con un cáncer de asbesto. Un cáncer de obrero. Sí, debo hacer que me perdone.
¿Por qué escribo este libro? Porque no soy inocente. Vivo en Francia. Vivo en Occidente. Soy blanca. Nada me puede absolver. Odio la buena conciencia blanca. La maldigo. Se encuentra a la izquierda de la derecha, en el corazón de la socialdemocracia. Allí ha reinado largo tiempo, de manera radiante y resplandeciente. Hoy en día, se encuentra en mal estado, desgastada. Sus viejos demonios la capturan, y las máscaras se desvanecen. Pero ella todavía respira. Gracias a Dios, no ha logrado conquistar mi territorio. Yo no busco ninguna escapatoria. Sin duda, encontrarme con el gran Sur me aterra, pero me rindo. No evito las miradas de los sin-papeles y no desvío la mía de los muertos de hambre que fracasan en llegar a nuestras costas, vivos o muertos. Prefiero sacar la verdad de mis entrañas. Yo soy una criminal, aunque de una sofisticación extrema. No atesoro sangre en mis manos. Esto sería algo demasiado vulgar. No hay justicia en el mundo que me vaya a arrastrar a los tribunales. Mi crimen, yo lo delego. Entre mi crimen y yo hay una bomba. Detento un fuego nuclear. Mi bomba amenaza el mundo de los metecos** y protege mis intereses. Entre mi crimen y yo, hay en primer lugar una distancia geográfica y después, una distancia geopolítica. Pero también están los principales organismos internacionales, la ONU, el FMI, la OTAN, las multinacionales, la banca. Entre mi crimen y yo, están las instancias nacionales: la democracia, el Estado de derecho, la República, las elecciones. Entre mi crimen y yo, están las buenas ideas: los derechos humanos, el universalismo, la libertad, el humanismo, el secularismo, la laicidad, la memoria del Holocausto, el feminismo, el marxismo, el tercermundismo. E incluso los portadores de maletas. Ellos, que se sitúan en la cima del heroísmo blanco. Con todo, yo los respeto. Me gustaría incluso respetarlos más todavía, pero ya son rehenes de la buena conciencia. Las marionetas de la izquierda blanca. Entre mi crimen y yo, está la renovación y la metamorfosis de las grandes ideas en caso de que la «maravillosa alma» llegara a envejecer: el comercio justo, la ecología, el comercio orgánico. Entre mi crimen y yo, está el sudor y el salario de mi padre, las asignaciones familiares, las bajas, los derechos sindicales, las vacaciones escolares, los campamentos de verano, el agua caliente, la calefacción, el transporte, mi pasaporte… Estoy separada de mi víctima –y de mi crimen– por una distancia infranqueable. Esta distancia se extiende. Los check points de Europa se han desplazado hacia el sur. Cincuenta años después de las independencias, es el Magreb quien mata a sus conciudadanos y a los negros de África. Estaba a punto de decir «mis hermanos africanos». No me atrevo, ahora que he confesado mi crimen. Adieu Bandung. A veces la distancia entre mi crimen y yo se reduce. Bombas que explotan en el metro. Torres que son golpeadas por aviones y se derrumban como un castillo de naipes. Periodistas de una famosa publicación que son diezmados. Pero de inmediato, la buena conciencia se pone en marcha. «¡Todos somos americanos!» «Todos somos Charlie». Es el grito del corazón de los demócratas. La sagrada unión. Todos ellos son americanos. Todos ellos son Charlie. Todos ellos son blancos.
Si yo fuese juzgada por mi crimen, no asumiría el papel de la virtud ofendida, pues alegaría circunstancias atenuantes. No soy lo que se dice blanca. Estoy más bien blanqueada. Estoy aquí porque me ha vomitado la Historia. Estoy aquí porque los blancos estaban en mi casa y porque todavía siguen allí. ¿Qué soy? Una indígena de la república. Ante todo, soy una víctima. Mi humanidad, la he perdido. En 1492 y después en 1830. Y toda mi vida la paso reconquistándola. No todos los períodos son igual de crueles para mí, aunque mi sufrimiento es infinito. Desde que vi abatirse sobre mí la ferocidad blanca, yo sé que nunca jamás me encontraré. Mi integridad la he perdido eternamente para mí misma y para la humanidad. Soy una bastarda. Ya sólo tengo una conciencia que despierta mis recuerdos de 1492. Una memoria transmitida de generación en generación que resiste a la industria de la mentira. Gracias a ella, yo sé con un intenso júbilo y la seguridad de la fe que «los indios» eran «los gentiles». Es cierto, mi bomba protege mis intereses de indígena aristócrata, pero en realidad, yo sólo soy una beneficiaria accidental. No soy su principal destinataria ni mucho menos, y mis padres inmigrantes todavía menos. Me encuentro en el estrato más bajo de los beneficiarios. Por encima de mí están los beneficiarios blancos. El pueblo blanco, propietario de Francia: proletarios, funcionarios, clases medias. Mis opresores. Ellos son los pequeños accionistas de una vasta operación de saqueo del planeta. Por encima está la clase de los grandes propietarios, los capitalistas, los grandes financieros que han sido capaces de negociar con las clases subalternas blancas, a cambio de su complicidad, una mejor distribución de las riquezas del gigantesco atraco y la participación –estrechamente delimitada– en el proceso de decisión política que con orgullo llaman «democracia». Mis conciudadanos blancos creen en la democracia. Les interesa creer en ella. Por ello es como una deidad entre ellos. Sin embargo su conciencia está arrugada. Busca una mayor comodidad. Dormir en paz resulta esencial. Y despertarse orgullosa de su propio genio es incluso mejor todavía. El infierno son los otros. Era necesario inventar el humanismo y éste fue inventado.
Y luego, el Sur, lo conozco, yo soy de allí. Mis padres lo llevaron consigo al instalarse en Francia. Allí se quedaron y a mí se me aferró, jamás me ha abandonado. Se instaló en mi cabeza y se comprometió a no salir nunca. E incluso a torturarme. Tanto mejor. Sin él, yo no sería más que una advenidiza. Pero ahí está, observándome con sus grandes ojos.
¿Por qué escribo este libro?
Porque comparto la angustia de Gramsci: «El viejo mudo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos». El monstruo fascista, nació de las entrañas de la modernidad occidental Aunque Occidente no es el mismo. China ha despertado. No encuentro ninguna razón para alegrarme de ello, pero en cambio estoy segura de que el declive de los usurpadores del Olimpo es una buena noticia para la humanidad. Sin embargo, temo terriblemente. Él y su manía de extender su brazo derecho en tiempos de crisis aguda. ¿Cómo va a triturarnos en sus convulsiones? Para enfrentar este destino fatídico, algunos dirán que «el hombre africano no ha entrado de manera suficiente en la historia», otros que «no todas las civilizaciones son de igual valor», o aquellos que incluso celebrarán «la positiva obra de Francia en sus colonias». Éste es el canto del cisne. Las palabras de Césaire resuenan: «Una civilización que justifica la colonización […] llama a su Hitler […] su castigo». De aquí mi pregunta: ¿qué ofrecer a los blancos a cambio de su declive y las guerras que éste anuncia? Una sola respuesta: la paz. Un solo medio: el amor revolucionario. Las páginas siguientes son sólo un enésimo intento –probablemente desesperado– de fomentar esta esperanza. En realidad, solamente mi espantosa vanidad me permite que lo crea. Una vanidad que comparto con Sadri Khiari, otro dulce soñador, que pronunció estas palabras: «Puesto que es el socio indispensable de los indígenas, la izquierda es su primer adversarioxiv».
Tenemos que acabar con esto.
«¡Fusilad a Sartre!». No son ya los nostálgicos de la Argelia francesa quienes lo proclaman. Soy yo, la indígena.
Houria Bouteldja, membre du PIR
* Militantes blancos que se adherían materialmente al FLN argelino, generalmente transportando maletas de billetes o de armas.
**[nota del traductor]. Traducción de métèque. Término empleado en Francia para referirse al migrante de una manera despectiva. En España un equivalente vendría a ser sudaca para los migrantes de origen latinoamericano.
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iSimone de Beauvoir, La Cérémonie des adieux, suivi d’Entretien avec Jean-Paul Sartre, París, Gallimard, 1981.
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iiJean-Paul Sartre, « Préface » a Frantz Fanon, Les Damnés de la terre, París, Maspero, 1961 (reed. La Découverte, 2001).
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iiiJean-Paul Sartre, « À propos de Munich », La Cause du peuple J’accuse, no 29, 15 de octubre de 1972.
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ivSimone de Beauvoir, La Force des choses, París, Gallimard, 1972.
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vMensaje dirigido a la Ligue française pour la Palestine el 25 de febrero de 1948.
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vi« Au procès des amis du Stern : Le problème juif ? Un problème international, déclare Jean-Paul Sartre », Franc-Tireur, 14 de febrero de 1948, en Noureddine Lamouchi, Jean-Paul Sartre et le tiers-monde, L’Harmattan, Paris, 1996.
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vii«Estado palestino » para referirse a « Israel » en aquella época.
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viii Hillel, 2e série, no 7, junio de 1949, reproducido en Les Écrits de Sartre, Gallimard, p. 212.
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ixEditorial « Pour la vérité », Les Temps modernes, no 253 bis, junio de 67.
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xJosie Fanon, « À propos de Fanon, Sartre, le racisme et les Arabes », El Moujahid, 10 de junio de 1967.
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xiLe Nouvel Observateur, no 17, 22 de noviembre de 1975.
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xiiEntrevista con Jean Genet y Bertrand Poirot-Delpech, realizada en 1982.
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xiiiTal y como le apodaría Bertrand Poirot-Delpech.
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xivSadri Khiari, Pour une politique de la racaille. Immigré-e-s, indigènes, jeunes de banlieue, París, Editions Textuel, 2006 .